miércoles, 3 de agosto de 2011

LOS DOS PIES DEL CONOCIMIENTO OBJETIVO

Patricio Valdés Marín

En rechazo al mito y la superstición la filosofía surgió hace 2.500 años para conocer la realidad en forma objetiva. Desde el Renacimiento la ciencia ha venido criticando la filosofía por su dualismo y la ha suplantado como certero método de conocer. Ahora se ha visto que aquella no logra dar cuenta de las preguntas cruciales levantadas por ésta, sumiendo a la cultura contemporánea en el relativismo. Ambas ramas del saber objetivo tienen no sólo su legítimo lugar en el conocimiento objetivo de la realidad, sino que se necesitan mutuamente. La filoso­fía debe ser validada por la ciencia para ser relevante y la ciencia solo puede encontrar su unidad y sentido en la filosofía.

La era de la filosofía

Exceptuando épocas de decadencia cultural, el discurso filo­sófico tiene ya dos mil quinientos años de historia. Su propósito ha sido siempre la comprensión de la realidad a través de la búsqueda del conocimiento objetivo y el rechazo tajante de su explicación a través de mitos, leyendas y magia. Ha llegado a formular las preguntas más profundas acerca de la exis­tencia y la realidad, del conocimiento y la moral, del significado y la lógica como jamás antes lo fueron, y aquéllas expresadas posteriormente han sido repeticiones de éstas, ocasionalmente más elaboradas y sofistica­das, algunas veces con novedosos enfoques, otras, con pocas luces.

Los aspectos más sencillos y simples de las cosas no suelen llamarnos la atención. Por el contrario, lo corriente es que pasen desapercibidos frente a sucesos más extraordinarios; y sin embargo, en ellos podemos justamente encontrar la racionalidad que nuestra mente demanda de la mutabilidad y la multiplicidad que vemos en las cosas. Ya los primeros filósofos de la Antigüedad habían procurado descubrir el sentido y la significación más profunda de las cosas en estos aspectos. Tales de Mileto (¿640-547? a. de C.), considerado el primer filósofo de la historia, supuso que la clave, aquello que podría conferirles unidad y verdad, es el agua, la que él consideró ser su elemento constitutivo. Había observado que el agua se evapora, haciéndose gas, y también se solidifica al congelarse. Prontamente esta idea fue desechada y sucesores suyos creyeron encontrar tal clave en los cuatro elementos reputados de transmutables: el aire, el agua, la tierra y el fuego. Estas materias supuestamente elementales podrían explicar la diversidad y el cambio en la unidad. Más tarde, otros confiaron tenerla en las hipotéticas partículas indivisibles o “átomos”, unidades últimas y más pequeñas que, agregadas y combinadas, constituyen la pluralidad y la mutabilidad de las cosas del universo. Otros más supusieron que la explicación de todo reside en la calidad mítica de los números.

Más tarde, en el quehacer filosófico de conocer el fundamento último de las cosas Parménides  de Elea (¿504-450? a. de C.) descubrió la idea del “ser”, noción que resultó ser verdaderamente embriagadora para todos los filósofos que le siguieron. El ser se identificó con el atributo de todas las cosas, ahora consideradas como entes, es decir, cosas referidas al ser. De ahí, el ser adquirió una doble dimensión. En tanto existe, el ser es múltiple y mutable, pero en cuanto es, el ser es uno e inmutable. Así, el ser comprende la necesidad y la universalidad, la unidad y la pluralidad, la inmutabilidad y la mutabilidad, siendo, en consecuencia, el atributo absoluto y último de todo: las cosas son en cuanto son, y ninguna cosa que es puede no ser. Por el ser, la pluralidad y la diversidad de cosas se relacionan en la unidad. Esto tiene dos implicancias: primero, el ser puede predicarse de todas las cosas y, segundo, por el hecho de que las cosas puedan relacionarse en el ser, ellas se nos hacen inteligibles. Para tener una idea de la importancia del concepto del ser, podemos imaginar que su descubrimiento para la filosofía fue análogo al del cero para las matemáticas. El descubrimiento griego de que todas las cosas son, lo cual implica que la aparentemente caótica multiplicidad y mutabilidad del universo es revestida con la perfección de la unidad e inmutabilidad del ser, fue un logro formidable. Desde su mismo descubrimiento el ser pasó a constituir el fundamento del discurso filosófico.

Sin embargo, un primer problema insalvable apareció en este discurso, y es que buscando superar la antinomia de lo uno y lo múltiple y de lo inmutable y lo mutable, las soluciones filosóficas propuestas han sido dualistas, entre una razón espiritual y una realidad material, negando la unidad natural del universo. La distancia entre los términos de la polaridad fue creciendo, debido justamente a un desconocimiento básico del funcionamiento de las cosas en el universo. En el transcurso del tiempo ella se ahondó hasta convertirse en la tajante dualidad que incluye los términos irreconciliables de espíritu y materia, llegando a establecer la imposibilidad de conocer las cosas en sí mismas. Tradicionalmente, la filosofía ha supuesto que la unidad y la inmutabilidad están vinculadas con la inmaterialidad de la idea, en tanto que la multiplicidad y la mutabilidad pertenecen a lo caótico del mundo sensible. De ahí se supuso que la idea debe ser concebida por una mente de naturaleza inmaterial y, por tanto, espiritual. Además, tanto con el racionalismo como con el idealismo, la distancia entre lo caótico e informe del mundo sensible y el orden y eternidad de la idea fue acentuada intencionalmente tras la búsqueda de lo absoluto y lo perfecto.

Un segundo problema insalvable ha sido que la noción del ser presenta una radical limitación a nuestro conocimiento de las relaciones causales. Aunque el ser puede ser predicado de todas las cosas del universo y todas ellas se relacionan por ello en el ser, su afirmación, negación o inclusión no ha logrado generar conocimiento objetivo y confiable ulterior. Por explicar todo, en realidad no explica mucho. La metafísica del ser parte desde la certeza absoluta del ser, pero no tiene certeza alguna de que el camino no conduzca hacia la irrealidad absoluta. Desde este punto de partida no se ha logrado jamás trazar un camino sólido para el conocimiento sin sobrevalorar la capacidad de la razón, que es una facultad eminentemente subjetiva de cada individuo humano.

Ya Roger Bacon (¿1214?-1294) quiso liberar el conocimiento objetivo del vasallaje que imponía una filosofía puramente racionalista. En su Opus maius (1266) escribía: “Hay dos caminos para conocer: la razón y la experiencia. La razón nos permite sacar conclusiones, pero no nos proporciona sensación de certidumbre ni nos quita las dudas de que la mente está en posesión de la verdad, a no ser que la verdad sea descubierta por el camino de la experiencia”. No podemos negar la extraordinaria importancia que ha llegado a tener el método empírico en el conocimiento de la realidad y la obtención de la verdad. La ciencia moderna ha encontrado que la dualidad de la filosofía tradicional es un concepto arti­ficioso y erróneo, pues contradice la realidad que ha ido deve­lando, siendo la unidad del universo lo central de lo que ella ha ido descubriendo y siendo además lo múltiple y mutable su forma de ser que ella aúna en leyes naturales.

La irrupción de la ciencia

Sin duda alguna, el acontecimiento más importante de nuestra época, y que la caracteriza, ha sido, y es, el extraordinario desarrollo experimentado por la ciencia en el conocimiento de la realidad. Esta revolución del conocimiento ha ido sustrayendo importancia en forma creciente a la filosofía, que hasta entonces había ocupado el sitial de la sabiduría, monopolizando la verdad y arbitrando su certeza, por mucho que en el medioevo la teología hubiera pretendido usurpar tal posición. La naciente y revolucionaria percepción del universo que impulsó la nueva mentalidad surgida con el espíritu del Renacimiento estaba destinada a crecer y fructificar hasta llegar a alcanzar la conflictiva coexistencia entre la ciencia y la filosofía que se puede observar. Mientras la ciencia asciende triunfante, la filosofía decae persistente e irremediablemente. Además, la primera ha llegado a considerarse a sí misma como el único modo relevante del saber y a suponer que el discurso filo­sófico no tiene sentido. La segunda, batida en retirada, ha buscado refugio en algunas ramas secundarias de su otrora frondoso árbol de la sabiduría, tales como la lógica y el lenguaje.

El discurso científico es de factura relativamente reciente. Pero tal como lo fue el discurso filosófico en su inicio, aquél también tuvo un origen más bien modesto y cautelo­so. Como competidor en la explicación de la realidad, debió enfrentar el discurso filosófico que dominaba sin contrapeso en la vida intelectual, de la misma manera como éste debió enfrentar el discurso mitológico que anteriormente dominaba la cultura. El juicio que el poder y la tradición le hicieron a Galileo había tenido su paralelo en el de Sócrates. Tal vez, lo establecido nunca ha sido tolerante con lo nuevo.

Mientras la filosofía ha estado cediendo terreno, estancada dentro de su amurallada y abstracta fortaleza conceptual, la ciencia, mediante una nueva pero simple metodología, ha ido edificando paso a paso de laborioso trabajo experimental, analítico y espe­culativo, de cooperación sin precedentes, un espléndido y luminoso palacio de conocimiento. Además, la segunda se ha ido cimentando sobre numerosas y brillantes intuiciones y descubrimientos aportados a un ritmo creciente desde la revolución de Nicolás Copérnico (1473-1543) y las experimentaciones de Galileo Galilei (1564-1642). Ha ido acumulando un gigan­tesco volumen de conocimientos, fruto de innumerables observacio­nes, investigaciones, hipótesis, experimentaciones, modelos y teorías. Ha caracterizado y modelado nuestra era. En fin, ha ido develando, en su evolución, una realidad tan compleja y maravillosa que no solamente ha opacado la tradicional sabiduría filosófica, sino que ha desnudado sus fundamentos teóricos y los ha encontrado irreales.

La búsqueda del orden racional en una realidad que se presenta caótica por su multiplicidad y mutabilidad ha sido una inquietud humana permanente. Así como las moléculas de un cristal líquido se alinean ordenadamente al ser polarizadas, la cuestión ha sido encontrar la polaridad. La representación del objeto de la metafísica tradicional llegó a convertirse en algo atemporal, sin pasado ni futuro, y puramente nominal, sin referencia a las cosas de la realidad. Ni siquiera Aristóteles, quien estaba profundamente preocupado por explicar el cambio, pudo advertir la íntima relación del ser con su causa, sino sólo de modo tangencial, cuando postuló una causa final, una teleología, como causa del acontecer. Por el contrario, para la edad científica, el ser inmutable, atemporal y nominal es perfectamente irreal. La ciencia reconoce las cosas justamente por sus relaciones causales, preocupándose tanto por el origen de ellas como por lo que transforman. Más que andar tras los trascendentales del ser (unidad, verdad, bondad), en su mira están la energía, el cambio, la causa, el efecto, el tiempo y el espacio.

La ciencia ha centrado su interés en la relación entre la causa y su efecto precisamente de lo mutable, llegando a descubrir experimentalmente en las cosas el orden racional con el carácter universal de leyes naturales. No debe extrañar, en consecuencia, que ella haya encontrado irrelevante el ser metafísico y carente de sustento real las categorías puramente de carácter racional y lógico que los diversos sistemas metafísicos tradicionales han construido, deducidos únicamente del contenido conceptual del ser y atados al prejuicio de una realidad sensible caótica y un universo dualista. En consecuencia, desde el auge de la ciencia moderna, mientras los filósofos se empecinaban en mantener vigente el concepto de ser, nuestra cultura iba quedando huérfana de sistemas conceptuales unificadores que dieran racionalidad a una realidad que, para el gusto tradicional, se iba tornando excesivamente compleja, dinámica, macroscópica y microscópica.

En el terreno práctico del hacer, tan propio del homo faber, la ciencia ha brindado el apoyo teórico para la explosión tecnoló­gica desencadenada por la Revolución Industrial, la que ha catapul­tado nuestra civilización a todos los confines de la Tierra, incluso hasta fuera de ella, y a estadios nunca antes imaginados, al menos por la enorme cantidad de fuerza movilizada, poder adquirido, control ejercido y sistemas creados. La ciencia, junto con el mismo proceso de conocimiento teórico de la realidad, genera el conocimiento tecno­lógico. En efecto, la ciencia teórica, que demuestra la causalidad existente entre las cosas por el método empírico y formula una idea de ello, es la misma de la tecnología que, por medio de la inven­ción, demuestra cómo las innovaciones cambian nuestra existencia. Antes de que una idea pueda ser aplicada en forma práctica, debe ser formulada en forma teórica. Las ideas sobre masa, carga eléctrica, energía, fuerza, movimiento, cam­bio están en la base del conocimiento tanto de los investigadores como de los inventores. El conocimiento del calor, la presión, la resistencia, el caudal, el peso, la velocidad, etc. y sus relaciones, expresado además en lenguaje matemático, ha permitido transformar y controlar el medio.

El ser humano es el único ser que actúa según los planes de futuro que continuamente formula; el solo hecho de adquirir la capacidad a través de la ciencia para predecir los acontecimientos ha producido en la civilización una completa revolución en el dominio sobre la naturaleza. La ciencia, en su afán por explicar los acontecimientos que tienen lugar en el universo y por descifrar la causalidad exis­tente en las relaciones entre las cosas, no deja ningún fenómeno a su alcance sin explorar, observar, investigar, probar, exami­nar, estudiar, experimentar y analizar. Solo hasta recientemente en la historia de la humanidad, se ha conseguido de manera com­pleta la estrecha relación mutua entre las hipótesis y las teorías, y la experimentación y la observación. Observando y experimentando las fuerzas existentes dentro y entre objetos tales como partículas nucleares, ADN, sociedades humanas o cúmulos galácticos, y penetrando en sus intrincadas y complejas estructuras y organizaciones, la ciencia no solamente ha hecho surgir el conocimiento de mecanismos y procesos causales que hasta entonces eran desconocidos o no tenían explicación objetiva, resaltando la importancia de estas mismas estructuras y fuerzas, sino que también ha podido predecir los acontecimientos que primeramente intentó explicar.

El ímpetu de la ciencia

Desde siempre el ser humano ha comprendido que las cosas tienen un comienzo, sufren transformación, se manifiestan, subsisten por un mayor o menor tiempo y se acaban. A partir de los antiguos griegos, sabemos que el cambio en una cosa ocurre por la interacción de sus partes o por la acción con otras cosas, y no por el efecto del poder de la magia, de dioses o del destino. La naturaleza causal del universo y sus cosas ya resultaba evidente en tiempos de Isaac Newton. En los siglos posteriores se percibió con mayor claridad que la realidad consiste fundamentalmente en el cambio producido por las fuerzas existentes en la naturaleza. A comienzos del siglo XX, las dos teorías más revolucionarias de ese siglo, la de la relatividad y la mecánica cuántica, que se basaron en el comportamiento del fotón, la partícula de que se compone la luz, asentaron definitivamente aquella idea. En la actualidad, podemos con­cluir que todas las cosas, como también sus componentes y los sistemas de los cuales forman parte, están organi­zadas estructuralmente y relacionadas causalmente mediante la fuerza. Cambian y se transforman siguiendo, de acuerdo a sus funciones específicas, pautas precisas y establecidas, en una secuencia temporal y abarcando un espacio determinado, de modo que el determinismo de la causalidad puede ser conocido, derivando de aquél leyes naturales.

Mediante su propio método la ciencia logra relacionar un efecto con su verdadera causa, destruyendo contundentemente en este proceso la superstición y la magia. El método científico, forjador de la mentalidad contemporá­nea tan ajena a la mitología, se basa en la secuencia observación-hipótesis-experimentación-verificación-inducción. Somete los resultados al rigor del número y la medida, hasta llegar a cono­cer las leyes que gobiernan los acontecimientos y a construir modelos y teorías. Aunque se trata del conocimiento de la relación de la causa con su efecto, el experimento científico difiere de la expe­riencia cotidiana en que el primero es guiado por una hipótesis o una teoría matemática, que plantea una pregunta y es capaz de interpretar la respuesta. Posibilita comprender los fenómenos de la realidad que de otro modo permanecen inasibles. Enfrentada a la realidad objetiva, la ciencia observa y analiza las estructuras de las cosas, y experimenta con las fuerzas que intervienen en organizarlas; formula hipótesis acerca de la funcionalidad de las cosas que son causas o son efectos; verifica experimentalmente las hipótesis tantas veces como la necesidad de la certeza lo exija; prosigue por describir los mecanismos, y mide los procesos por los cuales las cosas cambian y se transforman e influyen sobre otras cosas; luego continúa por relacionar suceso tras suceso, llegando a descubrir su ley de conexión; termina por construir modelos y teorías para explicar ciertas relaciones invariantes que no se pueden observar directamente en la naturaleza. Así, pues, tanto hipótesis como leyes, tanto modelos como teorías, juegan su parte en la principal función de la ciencia, cual es explicar cómo funciona la naturaleza.

La denominación “experimental” o “empírica” que recibe la ciencia significa que proviene del hecho de que las verdades que enuncia pueden ser sometidas a la verifica­ción experimental. Sin embargo, la ciencia no parte necesariamente a posteriori, por inducción, de pruebas empíricas; también sus hipótesis, modelos y teorías nacen de intuiciones a priori, como a menudo ha sido el caso. Ejemplos de leyes descubiertas y teorías enunciadas hay muchos en los que el científico tuvo la intuición, deduciendo osadas conclusiones de algunos hechos cotidianos, o representando con gran imaginación la realidad posible, y sólo después se realizaron los experimentos que vinieron a confirmar lo primeramente afirmado.

Lo que hace que una verdad tenga validez científica es que pueda ser sometida a la experimentación para verificarla, independientemente de si su origen estuvo antes o después de la experiencia. Una explicación científica no sólo debe ser relevante, también debe poder ser verificable empíricamente. Sin embargo, el marco teórico que unifica los distintos fenómenos no surge de la acumulación de hipótesis verificadas. Nada hay en el conocimiento analítico de hipótesis que posibiliten la elaboración de la teoría. Una teoría científica es una síntesis abstracta que la mente humana efectúa tras considerar una cantidad de fenómenos científicos para llegar a una unidad, que es válida mientras no sea contradicha por otra evidencia científica, que es indemostrable, que es resumida en unos pocos postulados científicos, y que puede ser codificada y descrita matemáticamente. Sus predicciones deben concordar con las observaciones y experimentaciones.

Una hipótesis es una interrogante que surge en el proceso del conocimiento de alguna relación causal, y demanda respuestas que son provistas por el método científico de la experimentación y la observación, entregando mediciones lo más precisas posibles. Un modelo es una descripción a escala antropométrica de fenómenos imposibles de ser observados directamente, como el átomo, el ADN, el interior de la Tierra, pero del que se pueden observar, medir, explicar, analizar y predecir los procesos implicados. Una teoría es una explicación conceptual y lógica de sistemas basada en la conexión causal de sus componentes relevantes.

A pesar de que se ha empeñado en enfrentarse directamente con toda la infinitamente compleja dimensión de la realidad, la ciencia se ha constituido en un instrumento extraordinariamente eficaz para conocerla en forma objetiva. A través del método empírico la ciencia continúa, cada vez con mayor interés y recur­sos, cubriendo mayores espacios de la realidad, penetrando en lo más recóndito de las cosas e investigando sus múltiples e intrincadas relacio­nes de causalidad. Cada nuevo descubrimiento científico es una conquista de lo misterioso. Si la filosofía logró expresar el principio de no-contradicción, por el cual se afirma que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, con cada descubrimiento la ciencia esta­blece leyes que van carcomiendo el indeterminismo aparente de la realidad, del que en tiempos pasados resultaba la imagen de caos con la que muchos filósofos la habían identificado. Como van apareciendo a la ciencia, las cosas del universo, no sólo no pueden ser y no ser al mismo tiempo, tampoco pueden ser de alguna u otra manera, pues dependen de relaciones de causa y efecto muy deter­minadas. Ellas son además posibles de conocer, de modo que la realidad ha ido emergiendo como un todo muy organizado y comprensivo, muy lejana de la concepción idealista que la desechaba como caótica.

La ciencia penetra hasta lo más recóndito en cada escala de fenómenos que estudia, descubriendo la individualidad de las cosas de entre la multiplicidad. Así, llega a determinar que todo es discreto y que nada es continuo en la escala que analiza. Lo que analiza son relaciones puramente causales entre entidades dis­cretas. El dinamismo que percibimos corresponde a la multiplici­dad de cambios mecánicos que son apreciados desde una escala superior, donde aparecen como procesos continuos. Puesto que en la reali­dad todo es discreto si se llega al fondo de la escala de inte­rés, todo es cuantificable, y si es cuantificable, todo está sujeto a las operaciones matemáticas. Es por ello que el lenguaje que emplea la ciencia sea justamente las matemáticas.

La ciencia incursiona en la realidad desde el mundo micros­cópico hasta el mundo macroscópico, y en procesos en los cuales no tenemos un acceso directo sin utilizar instrumentos especial­mente confeccionados. Incluso aquello que es observable sale tan lejos de nuestra experiencia cotidiana que resulta difícil imagi­nar y menos describir. Otros fenómenos, en cambio, no pueden ser observados ni medidos directamente, pero la ciencia los supone teóricamente. Por ejemplo, las unidades subatómicas podemos des­cribirlas como partículas cuando se comportan como tales, y también como ondas cuando tal es el caso, siendo ambas caracte­rísticas contradictorias en nuestra dimensión antropométrica, por lo que nos es inimaginable el aspecto undicorpuscular que aqué­llas puedan tener en realidad. Aún así, la ciencia hace un modelo para la estructura y la función, y lo somete a ecuaciones matemá­ticas, logrando con este modelo interpretar la realidad de un modo adecuadamente objetivo y obteniendo información certera y precisa.

Cada nueva hipótesis, modelo y teoría que se incorpora al cuerpo del conocimiento científico, pasando a integrarse a éste, supone su aceptación por parte de la comunidad científica, donde el cuerpo del conoci­miento científico es el conjunto de hipótesis y teorías aceptadas hasta el momento presente. Por otra parte, esta sensible y atenta comunidad persigue eliminar cualquier error y contra­dicción que pueda emerger con los nuevos y continuos aportes de conocimiento, pues, siendo su aspiración la construcción de un cuerpo de conocimiento comprehensivo y unitario, y que al mismo tiempo no contenga error, está dispuesta a abandonar o modificar cualquier hipótesis o teoría previamente aceptada si se comprueba contra­dicción con un nuevo aporte que se demuestre cierto.

Sin embargo, no todo nuevo aporte significa recíprocamente algún abandono de algo que había sido aceptado previamente, sino que corresponde al necesario esfuerzo por ser lo más preciso y objetivo posible frente a una realidad en apariencia infinitamen­te compleja. Frecuentemente, los nuevos descubrimientos científi­cos significan perfeccionamiento de anteriores teorías. Conside­remos, por ejemplo, las teorías acerca de las órbitas descritas por los planetas. Copérnico, influenciado probablemente por Aris­tóteles, supuso que éstas son círculos. Más tarde, Juan Kepler (1571-1630), sin rechazar la conclusión de Copérnico, pero precisándolo, dedu­jo que son elipses. Posteriormente, Isaac Newton (1642-1727) determinó, con aún mayor precisión, que las órbitas planetarias son curvas más complejas que derivan de la combinación variable de las fuerzas gravitacionales de los distintos cuerpos celestes que actúan. Mucho después, Albert Einstein (1879-1955) infirió que las trayectorias descritas por los planetas son líneas geodésicas trazadas en el continuo espacio-temporal que se curva a causa de la presencia de masa. Lo más probable es que, a causa de que la explicación de la gravedad hecha en la teoría general de la relatividad resulte errónea por identificarla con la inercia, un nuevo aporte signifique un perfeccionamiento o un avance en una nueva y distinta teoría.

Por otra parte, a pesar del interés que caracteriza a la comunidad científica por develar la verdad, muchos científicos están mucho menos preocupados por llegar a la verdad, como Aristóteles idealizaba, que en adquirir prestigio y poder. Gran parte de los científicos son únicamente profesionales que reciben sus sueldos de poderosas instituciones estatales o privadas que tienen inte­reses muy concretos y mundanos. Gran parte de ellos comparten o abundan en las ideas gregarias que son demandadas por el público más versado y que son satisfechas por las repetitivas publicaciones de divul­gación científica. Si la ciencia está comparativamente detenida en la actualidad, a pesar de los enormes esfuerzos de multitudes de científicos y de los inmensos recursos económicos que se gastan, es debido probablemente a que existen grandes intereses que obliga al establecimiento científico a refugiarse en una burbuja con grueso cascarón. Penetrarlo con una teoría alternativa resulta casi imposible. La evidencia contradictoria a una teoría ampliamente aceptada o es manipulada o se intenta curiosas interpretaciones teóricas. Otra razón para este desbarajuste con la objetividad esperada es que el científico puede conocer mucho de su estrecho campo, pero ser un ignorante en relación al resto de la realidad. En fin, puesto que de una mayoría de científicos no emerge necesariamente una teoría unificadora, quien la propone debe vencer una gran resistencia de personas que han logrado una alta posición de poder.

En consecuencia, la verdad científica no se encuentra en el consenso subjetivo e interesado de algún grupo mayoritario de destacados científicos, sino que en los aportes cada vez más precisos de científicos que describen la realidad, la cual se va haciendo cada vez más compleja en la medida que va siendo devela­da. Además, el problema de la verdad científica es que, cuando la oferta de recursos y prestigio es infe­rior a la demanda, los hallazgos efectuados fuera de este reduci­do ámbito monopolizado por “la ciencia” no tienen oportunidad de llegar a ser aceptados. La ciencia, que debiera ser un espacio abierto para todo aquel que tiene un aporte que hacer, llega a ser propiedad del establecimiento científico que maneja los re­cursos económicos y las publicaciones de prestigio.

Complementación

Una conclusión fácil que podría desprenderse de lo anterior es que la ciencia ha obtenido una merecida victoria sobre la filosofía gracias a su método empírico, el que ha resultado ser más certero que el filosófico en la búsqueda de la verdad objeti­va. Ciertamente, el grado de certeza de una proposición científi­ca es enorme a causa de la demostración experimental que permite la emisión de juicios a posteriori válidos. Sin embargo, este mayor grado de certeza en el ámbito de las relaciones de causa-efecto no justifica que la ciencia deba desplazar a la filosofía de su propio campo de acción, ni menos todavía, reemplazarla. No es posible aceptar el enunciado extremo de Bertrand Russell (1872-1970): “lo que la ciencia no puede decirnos, el ser humano no puede saber”. Por el contrario, tanto la ciencia como la filosofía son necesarias para comprender la realidad; cada cual con su propia óptica, su propio método, su propio alcance, sus propias conclusiones.

La ciencia y la filosofía no son muy diferentes entre sí en cuanto al propósito de conocer objetiva­mente la realidad. Ambas tienen el mismo objeto material o campo de estudio, que es todo el universo, y tienden su mirada inqui­sitiva a todo lo que las rodea. Ambas persiguen conocer las cosas como son a través de ellas mismas o de sus causas. Ambas buscan la certeza y tienen una postura permanente de crítica para impe­dir que se deslice el más mínimo error. Ambas aborrecen de los prejuicios y los mitos. Ambas tienen como única perspectiva la realidad. Ambas no temen a lo dramática que pueda llegar a ser la verdad que surge. Ambas tienen un lugar propio en nuestra actividad de conocer objetivamente la realidad. No obstante, podemos observar que desde la aparición de la ciencia ambas se han situado en posiciones tan distintas respecto a la concepción del universo y la metodología empleada para conocer, que el entendimiento mutuo ha llegado a ser aparentemente imposi­ble. Y desde hace algún tiempo atrás, la filosofía ha entrado en deca­dencia, prácticamente aplastada por el peso de tan poderoso adversario o, mejor dicho, por un hiperdesarrollo de la ciencia, que ha generado un enorme desequilibrio de la relación entre ambas fuentes del saber objetivo.

Mientras la ciencia se construye paso a paso por la labor progresiva de un científico tras otro, involucrando a cientos de miles de ellos, la filosofía es la labor solitaria e independiente de alguien que se pregunta por los problemas fundamentales e impere­cederos acerca de la naturaleza, del hombre y de Dios, y sobre la existencia y el sentido de las cosas. Mientras el conoci­miento científico es el resultado de la labor de muchos, el conocimiento filosófico es la recurrente lectura de aquellos que han formulado las preguntas fundamentales y han intentado respon­derlas. Mientras la ciencia penetra en lo complejo, la filosofía busca lo fundamental. Mientras el conocimiento científico es tanto acumulativo como perfeccionado, el conocimiento filosófico es la reflexión efectuada en forma renovada, generación tras generación, a partir de lo que en ese momento se conoce de la realidad para replantearlo todo. Mientras el objeto material tanto de la ciencia como de la filosofía es la totalidad del universo, el objeto formal de la filosofía es todo el universo como un todo que puede explicar sus partes, mientras que el de la ciencia son las partes que pretenden explicar el todo. Mientras la filosofía tiende a estudiar lo permanente, la ciencia estudia lo que cambia. Mientras la filoso­fía busca entender el sentido y la razón de ser de las cosas, la ciencia trata de descubrir las relaciones de causa y efecto que explican los mecanismos del cambio y la transformación de las cosas.

Específicamente, como lo expresara Alfred North Whitehead (1861-1847), coautor con el mismo Russell, mientras la filosofía busca justificar la verdad y explicar lo primero y más fundamental de las cosas, la ciencia permanece enteramente ajena a dichos propósitos. De ahí que, en general, el filosofar es algo que en los distintos momentos de la historia todo ser humano puede y llega a efectuar en mayor o menor grado, normalmente en forma parcial, inconsistente y contradictoria, según su propia visión de la realidad. Corrientemente, el filosofar es una actividad que se encuentra relacionada con el esfuerzo personal de algún pensador en particular que no está necesariamente vinculado al mundo académico y que llega a publicar su propia reflexión. Si en nuestra época la labor filosófica ha declinado, se debe al moderno mito que supone que la ciencia tiene la capacidad para dar respuesta a lo primero y más fundamental de las cosas. En menor grado, se debe al vertiginoso desarrollo que ésta está experimentando.

La ciencia centra su atención en conceptos trascendentales como materia, energía, movimiento, velocidad, cambio, causa, efecto, masa, carga, espacio, tiempo, etc., para  alcanzar nuevas y más amplias comprensiones de la realidad. Sin embargo, los principales conceptos científicos son en efecto filosóficos y muchos científicos se han conducido más bien como filósofos en la necesidad de comprender críticamente el significado profundo de la realidad que emerge de la observación y la experimentación. Si los mitos y leyendas de la tradición y las explicaciones acientí­ficas de los fenómenos de la naturaleza terminan por ser arrolla­dos y destruidos por la ciencia, las pre­guntas sobre las últimas cuestiones surgen una y otra vez, bus­cando siempre una renovada y fresca respuesta que la ciencia es incapaz de proveer.

Las insuficiencias de la ciencia

A pesar de su devastadora crítica sobre la filosofía, la ciencia no ha logrado sustituir el objetivo de este antiguo saber dedicado a dar respuesta a las preguntas más fundamentales de la existencia. Aunque día a día ella devela más trozos de verdad de aquella realidad que nos parece a primera vista tan caótica, en la escala de su quehacer la realidad como totalidad y unidad siempre permanecerá inasible. De hecho no sólo no ha sido capaz de dar respuesta satisfactoria a las preguntas que más nos inquietan, sino que su accionar ha corroído en tal grado a la filosofía que nuestra época se encuentra sin un rumbo definido. Comprender la existencia a través del conocimiento racional había sido precisamente el objetivo perenne y principal de la filosofía, y este vacío la ciencia ha pretendido ocuparlo, consiguiendo sólo que el prosaico e interesado comercio, con su implacable publicidad, se encargue de decirnos a cada instante qué es la felicidad y cómo alcanzarla, mientras la identifica con ninguna otra cosa que no sea el consumo de algún producto de la economía, incluidos los temas científicos de moda, como agujeros negros, dinosaurios, vida extraterrestre, y los pseudo científicos, como la Atlántida, Pié Grande, el Triángulo de las Bermudas, el tarot, Nessie y otras banalidades que apasionan a multitudes.

El mito de nuestra época es la creencia que la ciencia terminará por darnos las respuestas a las preguntas más fundamentales, como indicarnos cuál es el sentido de una vida que termina necesariamente en la muerte, cuál es la relación entre el ser humano y la naturaleza, qué conocemos, qué hace que la persona sea la finalidad del Estado, y otras preguntas aún más fundamentales como también más abstractas, como qué son el ser y la existencia, la esencia y la realidad. Para ello nuestra época ha puesto todo el empeño en el descubrimiento científico en la suposición que cuando el universo termine por ser develado, se habrá encontrado la luz. Sin embargo, son justamente la óptica y la metodología de la vilipendiada filosofía las que nos pueden proporcionar tales respuestas.

El referente filosófico del mito científico es que recopilando y analizando datos y más datos ad infinitum a través de la observación y la experimentación, se podrá progresivamente llegar a tener aquel conocimiento universal que buscaba Aristóteles y que Platón daba el carácter de absoluto. Sin embargo, aunque se llenen trillones de trillones de megabytes de información científica en la memoria de supercomputadores y se los haga funcionar interminablemente en análisis de datos, en esta escala seguiremos siendo muy ignorantes. La sabiduría se puede alcanzar solo a través de nuestra capacidad de abstracción en el silencio de la reflexión. No es la cantidad de datos, sino su relevancia y lo que nuestra mente consigue entrever lo que resulta importante. El mundo conceptual más universal es necesariamente más abstracto. Es de relaciones ontológicas cada vez más trascendentales. La inteligencia artificial podrá ser extraordinariamente veloz y procesar una infinidad de datos, pero difícilmente podrá suplantar la inteligencia humana en relacionar ontológicamente representaciones para llegar a conceptos más abstractos y universales.

Tras la intensa incursión de la ciencia en nuestra cultura, el saber objetivo se enfrenta con un problema. Éste se refiere a la más completa ausencia de un sistema conceptual que unifique la pluralidad de la realidad con el objeto de hallar su racionalidad última. La razón de que este sistema no exista en la actualidad se debe a que el sistema conceptual tradicional basado en el dualismo (léase idealismo, racionalismo, existencialismo, fenomenología, etc.), que ya alcanzaba alturas absolutas de conocimiento, terminó por caer desde aquellos mundos ideales y nominales, destruido estrepitosamente por la lógica de la ciencia y la certeza del conocimiento empírico.

Nuestra época, bautizada ya de postmoderna, ha tomado conciencia de dos hechos correlacionados: el derrumbe del saber filosófico a causa de la revolución científica, y el reconocimiento que el puro saber científico no puede reemplazar el saber filosófico. Los escritores que describen este fenómeno, llamado posmodernista, destacan que la realidad para nuestros contemporáneos ya no se concibe bajo un solo patrón racional, sino que se encuentra desintegrada en múltiples significantes sin explicación racional posible. La realidad aparece como una multiplicidad de fragmentos de imágenes y emociones carentes de sentido y, en consecuencia, resistentes a una comprensión totalizadora, negándose, por tanto, nuestra posibilidad para conocerla. La razón que estos escritores aducen para que el sujeto que conoce haya perdido su relación con la realidad es que el discurso relativista actual no se está refiriendo a objetos reales, sino que a objetos construidos por los medios de comunicación. Sin desmerecer esta explicación de orden comunicacional, pienso que en el fondo se encuentra la histórica destrucción de la tradición filosófica que ha buscado desde su origen la unidad cognoscitiva de una realidad que naturalmente nos aparece desintegrada.

Las teorías científicas construidas no alcanzan a dar racionalidad al conjunto del universo, que no es por lo demás el propósito de la ciencia, sino solamente a aspectos parciales del mismo, aunque aún ronda el mito que en un futuro la ciencia terminará por encontrar la fórmula unificadora del universo, intento que produjo muchas noches de desvelo al mismo Einstein. Además, por mucho que se concilien todas las teorías científicas en una gran teoría general que las englobe, ésta nunca podrá reemplazar a algún principio universal y necesario, propio de la filosofía, que pueda producir un orden racional para todas las cosas.

Conociendo con los dos pies

Lo que los conceptos científicos tienen de específicamente científicos es que se relacionan y se definen entre sí de modo matemático. Conocida es por ejemplo la expresión E = m·c². Así, mientras el conocimiento filosófico es el resultado del pensamiento humano en un esfuerzo crítico de abstracción, el conocimiento científico resulta de la aplicación de la aplicación de la lógica matemática a los parámetros de la naturaleza que se conocen a través del método empírico de verificación de hipótesis por medio de la experimentación. Es en el sentido de que la teoría es una síntesis conceptual que obliga a la ciencia depender del esfuerzo filosófico. En último término, la filosofía da sustento a la ciencia. A pesar de que la ciencia moderna se considera tan autónoma y autosuficiente que reniega de la filosofía, todos sus postulados son filosóficos. Esta complacencia la hace cometer serios errores. Por ejemplo, la cosmología moderna se erige sobre conceptos sobre qué son la materia, la energía, el espacio y el tiempo que merecen una crítica filosófica. Incluso para probar la validez de sus propias afirmaciones no trepida en gastar sumas de dinero extraordinariamente fabulosas en mantener miles de científicos, publicaciones, laboratorios, observatorios y satélites.

Aunque el cada vez más complejo entramado de teorías científicas responde con mayor precisión y certeza al “cómo son” las cosas, es decir, cómo están compuestas y formadas, cómo se comportan y funcionan, y al “por qué del cómo”, esto es, por qué las cosas subsisten e interac­túan, apuntando hacia las relaciones causales, no puede explicar­nos el “por qué de los porqués”, qué finalidades, sentidos, significaciones y valores tienen, y, en último término, por qué existen. Y si respondiera a estas preguntas, evidentemente ya no sería una conclusión científica. Para conocer esas “cuestiones últimas”, que confieren racionalidad a la realidad, a las cosas del universo, al mismo universo y especialmente al ser humano, ser que busca en forma perenne el sentido de su vida, no sirve la experimentación. Se hace necesario, en primer lugar, un esfuerzo analítico para entender la multiplicidad y la mutabilidad de las cosas, para pasar, en segundo término, a una comprensión sintética e integradora, en una escala superior de abstracción, a partir de la diversidad de la misma realidad que, tradicionalmente, la experiencia y, últimamente, la ciencia van relacionando causalmente en el curso de su quehacer. La comprensión sintética se efectúa a través de las relaciones ontológicas, comenzando desde lo más individual hasta lo más universal.

La diferencia fundamental entre la ciencia y la filosofía no reside en el campo de estudio, u objeto mate­rial, puesto que es el mismo para ambas, esto es, el universo entero. Se distinguen entre sí por el respectivo punto de vista, u objeto formal, adoptado sobre ese infinitamente vasto campo de estudio. Cuando la ciencia responde al “cómo son”, se interesa por la morfología y la composición de las cosas, y cuando lo hace al “por qué de los cómo son”, se preocupa por su funcionamiento y su génesis. Sus dos primeros objetivos (morfología y composición) consisten en la descripción de las estructuras y sus partes constitutivas, satisfaciendo el humano anhelo por clasificar, relacionar, catalogar y ordenar la pluralidad de cosas. Sus dos últimos (funcionamiento y génesis) analizan las funciones de las estructuras, su origen y su desarrollo, según los mecanismos de su interacción de acuerdo a relaciones de causa-efecto, para llegar a conocer su comportamiento y los procesos y mecanismos detrás de los cambios operados. De allí es posible inferir leyes naturales que son universales, pues podemos comprobar que las cosas se relacionan y cambian de modos muy determinados y uniformes, que son válidos para todo el universo.

Puesto que las cosas pueden agruparse de acuerdo a los parámetros morfología-composición-funcionamiento-génesis, surgen de la ciencia ramas específicas para ocuparse de esos conjuntos de fenómenos y relaciones. Alguien afirmó que la cien­cia es un cuerpo diversificado de conocimientos especializados. A medida que las cosas se analizan con mayor profundidad, deteni­miento y precisión, sus ramas se multiplican sin que se alcance a percibir aún límites prácticos, pues la información científica sigue fluyendo a raudales. Como ya alguien calculó, en la actua­lidad se publica anualmente más material científico y técnico como el que se publicó desde los albores de la civilización hasta la Segunda Guerra Mundial. Estamos siendo sumergidos por torren­tes de información, lo que no significa que estemos ganando en mayor sabiduría. Ocurre que la información puede analizarse y reanalizarse, pero no se convierte en sabiduría en esa escala. La razón es que la ciencia, en su cometido de responder a los infi­nitos comos de las cosas, se aproxima a la realidad de modo fragmentario y virtualmente dentro de muy pocas escalas, que son la de las relaciones causales, incluidas las hipótesis y teorías, y la de las leyes, incluidos los modelos.

Una filosofía fundamentada en la ciencia, más que las tenta­tivas interdisciplinarias, debiera constituirse en el punto de encuentro de la multiplicidad de ramas científicas. Hacia esta filosofía debieran concurrir las diversas ramas para reencontrar su quehacer final y su significación, establecer su identidad y subordinar su parcela de conocimiento a la tarea de la compren­sión del todo y de las últimas cuestiones, es decir, de los “por qué de los porqués”. La ciencia debiera encontrar en la filosofía su propia unidad, pues ésta engloba en una escala superior el amplio y variado conocimiento que la ciencia no consigue sinteti­zar. Es en la perspectiva de la convergencia que podemos entender la relación que debe existir entre la ciencia y la filosofía, pues la convergencia significa trepar a la escala de la sabiduría.

El conocimiento científico posee una completa continuidad en su desarrollo; cada nuevo aporte que algún científico entrega a la comunidad depende del conoci­miento obtenido anteriormente. Además, cada nuevo conocimiento alcanzado condiciona la totalidad del conocimiento científico del momento, pues las distintas ramas son interdependientes; cada nuevo aporte afecta el conjunto. En consecuencia, el conocimiento científico posee unidad en su desarrollo y en su variedad. La unidad del conocimiento científico proviene de la unidad del universo, el que es también materia del conocimiento filosófico. El universo que es conocido por la ciencia en cuanto a sus relacio­nes causales, a sus fuerzas, estructuras y funciones, es conocido por la filosofía en sus relaciones ontológicas, determi­nando su significación y su sentido. Mediante la relación causal, repetible, simétrica entre una causa y su efecto, la ciencia encuentra el orden en el caos aparente del mundo sensible. La filosofía, si no quiere quedarse en un mundo ideal de sólo relaciones ontológicas y sernos, por tanto, irrelevante, debe depender del orden que encuentra la ciencia.

Por parte de la filosofía, como su objeto formal es pregun­tarse por el por qué son las cosas, la respuesta no tiende a la disgregación de especializaciones tan característico de la cien­cia como resultado del análisis. La filosofía debe intentar descubrir la unidad sintética a partir de la diversidad, para llegar al sentido, significación y esencia última de las cosas y dar racionalidad tanto a la multiplicidad y la mutabilidad inhe­rente de la realidad como al progresivamente gigantesco tejido de teorías científicas que persiguen dicha racionalidad. Su legiti­midad es evidente si asciende para observar, desde una escala de mayor amplitud, nuestro universo múltiple y mutable regido por las leyes universales que la ciencia ha venido descubriendo.

En esta nueva reformulación de su quehacer la filosofía podría generar una nueva metafísica estructurada a partir del entramado de teorías y desde una perspectiva ubicada en una escala más amplia, hasta llegar a formulaciones acerca de la totalidad del universo que respondan al “por qué de los porqués”. La relación metafísica es la máxima expresión de las rela­ciones ontológicas que son generadas precisamente por el pensa­miento filosófico y de las relaciones causales que proveen la ciencia. Pero mientras la ciencia, empleando las relaciones causal y lógica, trata de generalizaciones de casos particulares experimentables y/u observables, la metafísica trata de la uni­versalización de las conclusiones generales de la ciencia que ella toma naturalmente como casos individuales o más o menos universales. Estas diferen­tes funciones es lo que distingue en el fondo a una nueva filosofía o más propiamente una nueva metafísica.

Una nueva filosofía

Mi ensayo “Estructura, fuerza y escala”, en http://estructurafuerzayescala.blogspot.com, muestra que la complementariedad “estructura-fuerza” constituye el principio universal, unificador y ordenador de las cosas que está urgentemente en demanda, no contradiciendo el ser metafísico y compatibilizándolo con la ciencia. Muestra también que ella resulta ser el producto de lo develado por la ciencia referido a la causalidad y a las leyes universales de la naturaleza, pero en una escala superior, aquélla que posee la trascendentalidad de lo universal y lo necesario.

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NOTAS:
Todas las referencias se encuentran en Wikipedia.
Este ensayo ha sido extraído del Libro II, El fundamento de la filosofía (ref. http://www.fundafilo.blogspot.com/).